Aby Warburg en los hiperbóreos. Ramiro Gogna
- diariosdefilosofia
- 19 nov 2024
- 12 Min. de lectura

“Mediante esta serpiente de cobre,
Edison ha despojado del rayo a la naturaleza”,
Aby Warburg
1.
Las anotaciones de Aby Warburg sobre el ritual de la serpiente de los indios “pueblo” representan una buena oportunidad para plantear el problema de proyectar sobre prácticas sociales indígenas, esquemas de oposición como cristianismo y paganismo. Y en particular sobre los mecanismos de la comparación. Habrá que analizar el tipo de comparación metódica que ejerce el autor.
Algunos años antes que Warburg se trasladara de Europa a Estados Unidos, Nietzsche llama época de las comparaciones a su presente.
La época de las comparaciones ¿a qué se refiere? Comparar para conocer una diferencia: no para subsumir la diferencia sino imaginar un devenir inmanente a esa multiplicidad. “Cuanto menos atados están los hombres a la tradición, tanto mayor es el movimiento de los motivos, tanto mayor es, correspondientemente, la inquietud externa, el entrecruzamiento de los hombres, la polifonía de los afanes. ¿Para quién hay en general todavía una obligación estricta de encadenarse a sí y a su descendencia a un lugar? ¿Para quién hay en general todavía algo estrictamente vinculante? Así como se reproducen toda clase de estilos artísticos unos junto a otros, así también todos los grados y clases de moralidad, de costumbres, de culturas. Una tal época recibe su significado del hecho de que en ella pueden compararse y vivirse unas junto a otras las distintas concepciones del mundo, costumbres, culturas; lo cual antaño, dado el dominio siempre localizado de cada cultura, no era posible, debido a la vinculación de todos los estilos artísticos a un lugar y a una época”, escribe Nietzsche en Humano demasiado Humano. ¿Se compara para qué? ¿Cómo? Nietzsche sugiere la posibilidad de una comparación más allá del bien y del mal, es decir, un contraste que descentre o que desestabilice la supuesta superioridad de un observador privilegiado. Warburg vive en una época en que pueden “compararse y vivirse” todas las costumbres, culturas, moralidades, estilos artísticos.
Warburg interpretando las imágenes y rituales de los indios hopi, se parece más a los métodos figurativos de los sacerdotes cristianos de la época barroca o a la “antropología de gabinete”, que a la emergente etnografía moderna. Sea o no Franz Boas el precursor de los saberes etnográficos sobre las llamas sociedades salvajes, lo cierto es que a inicios del siglo veinte surge una nueva valoración de dichas formaciones sociales, una voluntad de conocerlas no simplemente para transformarlas, gobernarlas o destruirlas sino para conocerlas por sí mismas, en sus lógicas y racionalidades inmanentes, sin analogías.
Ulrich Raulff en el epilogo ofrece valiosa información para comprender una atmosfera de textos y materiales contemporáneos del Ritual de la serpiente: el llamado ledger art, unos dibujos realizados por indios que datan del siglo XIX; los materiales recopilados por el Smithsonian Institution desde que en 1879 fundara Bureau of American Ethnology; de James Mooney The Ghost-dance Religion and the Sioux Outbreak of 1890; las fotografías de Jesse Walter Fewkes sobre la danza de la serpiente de los Hopi; de Frank Hamilton Cushing Outlines of Zuni Creation Myth, y de Matilda Coxe Evans Stevenson Religions Life of the Zuni Child.
Boas pronto describiría en su estancia con esquimales e indios septentrionales, el potlash entre los indios kwakiutl, como una forma de contratación política y relación de deuda: como un “crédito”, hipótesis que desmorona la tesis de la economía clásica que imaginaba la economía salvaje como economía “de la subsistencia.” Edward Curtis había fotografiado las últimas tribus, y registra video: hace “actuar” a los indios. Descubierta en 1606 pero conquistada 1770 por James Cook, Australia era conocida por las descripciones del encuentro con los nómades realizadas por Walter Baldwin Spencer, en 1894, en Expedición Horn. Frazer cita los textos de Spencer y Guillien. Frank Gullien vive entre los salvajes, describe las figuras escarificadas en los cuerpos; describe “pinturas rupestres.” De su segundo viaje con los warramunga en 1901 y 1902, existen videos. Spencer describe un lenguaje de señas que parece un lenguaje de caza; describe prácticas: la extirpación del diente de un hombre, que es comido por su suegra (madre de la mujer), antes es triturado y mezclado con carne; describe los intentos de traerlos hacia “hábitos industriales” a los hijos de los indios, para evitar que se acostumbren a la vida nómade, vagando por el agreste, que pierdan el “deseo de vida nómade.” En 1929 Spencer trabaja en Tierra del Fuego entre los indios yagan. Aunque de gran impacto desde su publicación en 1890, La Rama Dorada, ya era para la etnografía “moderna” signo de mera antropología de gabinete, saber construido para confirmar al observador. A diferencia de estos materiales citados, la etnografía “moderna” aspira a producir un discurso que no habla de los salvajes para justificar su destrucción, señalar sus “faltas” o carencias.
Si la etnografía tendía a transformarse en la ciencia del observado, la iconografía pagana de Warburg era en realidad figuración del observador. Los indios pueblo que había visitado, no eran paganos, no tenían una economía de subsistencia, no eran una infancia que permanecía (anclados en una eternidad originaria, invariante) y por lo tanto no “retornan”. Aunque Warburg comparta elementos más con el arte figural de los cronistas jesuitas de Nueva Vizcaya, que se proponen hablar por los otros y conservarlos como vencidos, se diferencian en que el primero pretende hacer de lo arcaico el índice de una esencia perdida, el punto desde donde medir un equilibrio alterado.
2.
Como se sabe, El ritual de la serpiente fue escrito 27 años después del trabajo en el territorio que duró un par de semanas. El propio autor los ubica: “relatos de mis propios pensamientos”.
De entrada, Warburg reconoce que los indios sobre los que escribe, los “pueblo”, los hopi, [los acoma, tribu oraibi] ya eran aculturados. Llevaban una vida sedentaria según Marcos de Niza que en sus viajes por Nuevo México y Arizona entre 1540 y 1542, describe casas de adobe y piedra. El historiador realiza un análisis psico-religioso de un material abigarrado, efecto de las sucesivas estratificaciones históricas de la reducción cristiana primero y protestante después. El problema de método consiste en descender hasta las “características esenciales de la humanidad primitiva y pagana.” A través de prácticas como la “caza”, la “agricultura” o la “superstición”, la historia de la cultura aspira a reconstruir el cuadro de la “relación encarnecida entre ser humano y mundo circundante.”
Nótese cómo los llamados “estudios de la religiosidad pagana” se articulan con el supuesto de que los indios tienen una economía de la subsistencia. Según este esquema, la lucha por la supervivencia diaria, la “escasez del agua como factor objetivo”, anota Warburg, son determinaciones cruciales “para el nacimiento de la religión indígena.” A un estado de culturas con tecnológica precarias le corresponden practicas mágicas cuyo fin es la “superación de la inhóspita naturaleza.” Según este esquema interpretativo la sociedad primitiva sigue patrones “esquizos”, en la medida que su modo de reproducción social es mágica y técnica, lógica y mágico-fantástica simultáneamente.
El presunto descubrimiento de analogías entre el “paganismo europeo” y las figuras de los primitivos americanos, supone que hay un único modelo para comprender la relación entre la humanidad y su entorno. Como advierten Deleuze y Guattari en el AntiEdipo: “la idea de que las sociedades primitivas están dominadas por arquetipos y su repetición; esta idea nace de los ideólogos vinculados a una conciencia trágica judeocristiana a la que se atribuye la invención de la historia.” (p. 157)
Como los jesuitas del siglo XVII, Warburg ve en los “dibujos” de los indios “pueblos” jeroglíficos, “abstracción heráldica”, memoria de una identificación aterrorizante. Los “jeroglíficos” para Warburg son signos de una identificación mimética. Esta serpiente pintada -que observa cuando escribe y recuerda, pero años antes vio y presencio una reproducción del ritual dentro del cual esa imagen funciona- es un “estado intermedio” entre representación de la realidad y signo, entre reflejo de la realidad y escritura. Esos signos, a medio camino entre pinturas naturalistas y escrituras expresan el simbolismo religioso donde el “universo concebido en forma de una casa”, y su jeroglífico es la “figura irracional de la serpiente”. Warburg menciona la circulación de este signo heráldico entre los zuñi, los moki (hopi), y los navajos. La serpiente sería icono del tiempo, del devenir, “ascensos y descensos de la naturaleza”, “escalón y escalera”, “lucha entre lo alto y lo bajo en el espacio.”
Donde hay símbolos hay “instrumentos de orientación.” Así se expresen en una danza, en una vasija, en una máscara. Si hay símbolo hay mimesis, es decir, un intercambio con lo que se imita, un “apropiarse espiritualmente del animal y anticipar miméticamente su captura.” El ritual consagraría, según este esquema, la pérdida de identidad, el sometimiento a lo extrapersonal, un perderse con “un ente desconocido.” El indio salvaje, en esta mirada parece un anfibio, forma intermedia, no es ni esto ni lo otro. Reflexiona Warburg “entre el hombre salvaje y el hombre que piensa está el hombre de las interconexiones simbólicas.” Salvajes serían los nómadas como los navajos, mientras que los indios “pueblo” habrían alcanzado una forma de pensar que es “la fase preliminar de nuestra visión científico-genética del mundo.” Aunque no se equivoca al articular las figuras a las formas rituales de esas sociedades, cae en meras analogías cuando pretende descubrir la duplicidad trágica, las fuerzas naturales cíclicamente representando la vida y la muerte, en todos los tiempos y los espacios. Cuando la analogía prevalece sobre la observación de las practicas la serpiente de los indios se transforma en “sublimación religiosa”, en signo del “mal y la tentación” como en el Antiguo Testamento.
El símbolo de la serpiente sería como una fogata que reúne y protege a un grupo frente a la terrible noche, donde se narran historia surcadas por la tensión de lo dionisíaco y lo apolíneo. El signo, la magia, la danza, los ornamentos serian como exorcismo de una fobia que no cancela el intercambio. Ahora bien, esta economía Warburg la reconoce paralela a una economía de la subsistencia. La magia como interacción con la naturaleza es una respuesta a la “presión que ejercen las necesidades vitales” -un prejuicio para con la economía de los salvajes, que contemporáneamente a Warburg Marcel Mauss entre otros comenzaban a desmantelar.
No sería difícil rastrear el paganismo trágico de Warburg en la estética de Walter Benjamin. Lo pagano como lo reprimido de la historia de Occidente, lo antiguo como moderno, que retorna. Pero este “primitivismo” habrá de estallar al contacto con el masivo material etnográfico recabado desde finales del siglo XIX con nuevos métodos de registro.
Podría decirse que Warburg es impresionista, mientras que la etnografía emergente es cubista. Warburg escribe el texto para una conferencia de 1923 a partir de datos recolectados de 1895. Recuerda y analiza, mira fotografías, dibujos, objetos, danzas. Al contrario de lo que hacen en África Negra, Michel Leiris y Jacqueline Delange, las interpretaciones de Warburg no resultan de una reflexión sobre los modos de figuración y de construcción plástica indígena. Al contrario de los cubistas, que descubrieron un “carácter arquitectónico” en el arte africano Aby Warburg se interesa por el “contenido emocional místico”.[1] Leiris entonces subraya afinidades positivas entre el arte africano y la vanguardia pictórica; describe la escultura africana como un arte que escapa al naturalismo y que recurre a técnicas para hacer proliferar “lo accesorio en detrimento de lo esencial”, en la figura. También se señala algo importante: al contrario de lo que vulgarmente se afirma las artes primitivas no buscan la semejanza, son más que una simple copia; tampoco hay detrás de las terribles figuras una mera búsqueda de un “efecto” a producir en el espectador. Warburg contemporáneo del primitivismo de las vanguardias pictóricas, del surrealismo, en la medida que supone que la imagen es mimesis, asume que es “representación natural.”
¿Cómo pensar la relación entre lo que Warburg cree saber sobre los indios hopi a finales del xix o principios del xx, y lo que afirmaban los sacerdotes del siglo XVI o XVII? ¿Donde está la verdad entre las descripciones de los cristianos y su método figurativo, como Tamarón y Romeral autor de Demostración del vastísimo Obispado de Nueva Viscaya, y las reflexiones iconográficas del historiador? Este discurso del padre jesuita procedía para describir a los indios por una especie de comparación analógica: buscaban analogías entre eventos de los “naturales” para subsumirlas en la historia cristiana de la salvación. Reconocían prácticas como próximas al que las observa, las alagan poniéndola a las alturas de las grandes culturas paganas (Grecia y Roma, Egipto), para asimilarla al nuevo conjunto que se impone. Dicho de otra manera, cuando una nueva fuerza se expande se derrama necesariamente en sus bordes. Cede dogmas, negocia, acepta los rituales del otro, se viste como él, lo imita; aceptará en la sociedad que algún símbolo de este mundo bárbaro permanezca como emblema. Pero en esta primera fase se enmascara. Luego la metamorfosis y el segundo momento. El movimiento que tendía al descentramiento en realidad cierra el círculo. Aprieta mejor luego del movimiento de boomerang.
El momento de Warburg indica una crisis, o la conciencia de la destrucción de las ultimas sociedades salvajes. Warburg compara para reencontrar un origen pagano, latente. En última instancia, el paganismo trágico, con toda su apertura, no concibe la posibilidad de la multiplicidad de los orígenes.
Según este paganismo la imagen es “pathos”, fuerza. ¿Cuál es el “pathos” detrás de la serpiente de los hopi? Es lo que Warburg ve en las imágenes del mundo antiguo: pathos formen. El hombre primitivo, en los orígenes de la cultura, representa en figuras la indistinción de la naturaleza. Experiencia de una naturaleza que domina abrumadoramente. La imagen sería una respuesta a esa omnipotencia: se defiende a través de un gesto de mimesis. Este trazo defensivo, es también lamento y éxtasis. La primera imagen es mimética, y el sentido fobia y terror. Aunque contaminados, Warburg imagina a los hopi y a otros indios americanos de los que tiene noticia, como cercanos a formas originarias, primeras.
La conferencia de Warburg es un momento para cotejar la universalidad de su paganismo trágico, ponerlo a prueba. Las figuras son conjuros: marcos que pone la humanidad para contener, atenuar e intercambiar a pesar del terror. Si hay imágenes patéticas hay signo lingüístico, hay ciencia: “espacio de pensamiento.” Las imágenes hopi son documento de cultura, permiten medir la “distancia del hombre frente a la naturaleza.” Así, el paganismo trágico inventa un hilo que une las figuras encontradas en bajos relieves que el renacimiento reutiliza, lo dionisiaco de la imagen y el ritual de la serpiente de los hopi, así como los jesuitas y franciscanos del siglo dieciséis y diecisiete encontraban una prefiguración cristiana en las historia indígenas.
Antes que proponer las imágenes indígenas como otro ejemplo de una línea histórica preestablecida, más interesante es reconocer la visualidad de un tipo de devenir histórico, lo que implican para los pueblos que la producen como posibilidad de volver a vivir lo que ya no se puede precisar. En tanto que pintada sobre la piedra de la montaña, en cuevas, en pieles, se sustraen a su reproducción completa, son como una instalación, un combo de espacio-tiempo irreproducible. Esas imágenes, sea en pieles de visón o en las cuevas, tienen su ecología: la acción ritual y práctica chamanica. La migración de los soportes no altera la función de las imágenes inscriptas: de la piedra al cuerpo humano, al cuero animal, a la cerámica, a la vivienda, al papel, a la tabla, etc. Donde hay imagen hay codificación, es decir, cultura, reglas: un presunto vínculo espontáneo del indio con la naturaleza, de una mimesis transparente, es un onirismo. El chamán podía hacer resonar las palabras en el espacio abierto por la distancia de la imagen en la cueva. Así la imagen no está desvinculada de lo ceremonial. Esas imágenes hablan si se las habla, de ahí el silencio cuando el hilo ritual se quebranta.
Como ya lo había señalado Wittgenstein en los comentarios a la Rama Dorada de Frazer (1967), y como lo repite actualmente Viveiros de Castro, la magia no se opone a técnica, y el perspectivismo no es un animismo; la atribución del indio a todos los seres del universo de capacidades de agencia, de alma, no se corresponde a un carácter infantil de estos, según el cual se percibiría a sí mismo en todas partes, sin advertir la distinción con el entorno, en una especie de paraíso idolátrico en el que permanecería identificado con el todo. Las tecnologías mágicas del chaman permiten establecer una relación regular con un entorno, y el ritual, es repetición de un vínculo ocurrido, establecido, del intercambio entre lo humano de la sociedad y lo humano de la naturaleza. “Si las pulgas desarrollaran un rito este haría referencia al perro”, observa el filósofo alemán. Además, cuando el indio dice que la naturaleza es humana –es decir, la planta, la mosca o la serpiente- no significa que son como nosotros, sino que ella se percibe a sí misma como nosotros nos percibimos a nosotros mismos, se tienen como valiosa como nosotros nos tenemos.
El paganismo trágico hace del saber y la experiencia del salvaje un punto para medir el devenir de la civilización occidental, judeocristiana: la expone al espejo salvaje para mostrar los excesos de unas sociedades que erigieron como el canon de lo humano. En esto consiste el “primitivismo” de tal paganismo. Este tipo de análisis cultural palpa las sociedades buscando la unidad trágica reprimida, pero siempre retornando. En cambio, la etnografía salvaje (me refiero a la etnografía moderna que sale al territorio) no estudia las sociedades como si estuvieran próximas al origen, sino que las estudias como sociedades contemporáneas con una historia muy difícil de captar por lentes analógicos que reducen, en la comprensión, la diferencia y la multiplicidad.
En la imagen salvaje no se trata de equilibrio como conjuro de la naturaleza amenazante, sino del tránsito entre naturaleza y cultura, puente infinito de la naturaleza a la cultura. En vano se buscaría en esas sociedades el grado cero de la relación de la naturaleza y cultura para después proyectar las evoluciones; el viejo método de medir la trayectoria o decadencia de una sociedad en función del grado de negación de la naturaleza. Las imágenes no eran expresión de mero naturalismo: en las piedras y montañas como soportes de las figuras de la serpiente la naturaleza se duplica y adquiere fuerza ordenadora.
[1] En las conversaciones con Andre Marlaux (La cabeza de obsidiana, 1937), Picasso parece coincidir en interpretar el arte salvaje como una compensación ante la amenaza del entorno, cuando narra la visita al museo del Trocadero y la experiencia ante las máscaras africanas: “… comprendí para qué usaban los negros sus esculturas: todos los fetiches se usaban para lo mismo, eran armas para ayudar a las personas evitar caer bajo la influencia de los espíritus, para ayudarles a hacerse independiente…” En otro pasaje dirá de las Señoritas de Avignon que son cuadros de exorcismo, como aquellas mascaras precursoras.
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