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Berger pregunta: ¿Por qué miramos a los animales? Iraí Reale

  • diariosdefilosofia
  • 19 nov 2024
  • 3 Min. de lectura

 





Yo vivía en el bosque muy contento

Caminaba, caminaba sin cesar

Las mañanas y las tardes eran mías

A la noche me tiraba a descansar

Pero un día vino el hombre con sus jaulas

Me encerró y me llevó a la ciudad

En el circo me enseñaron las piruetas

Y yo así perdí mi amada libertad

Confórmate, me decía un tigre viejo

Nunca el techo y la comida han de faltar

Solo exigen que hagamos las piruetas

Que a los niños podamos alegrar

(El oso, Moris, 1970)


Como en la canción de Moris, en un principio los animales no-humanos caminaban libres. En esa libertad del bosque, se relacionaban con otros animales: los animales humanos. Los humanos mantenían una relación particular con los animales: los adoraban y a la vez los sometían. A veces, los humanos se acercaban al ternero, le hacían una estatua y lo adoraban y, en otras ocasiones, lo capturaban y lo ofrecían como víctima propiciatoria a sus dioses. La relación entre animal no-humano y animal humano expresaba un dualismo tan particular que, seguramente, el primer símbolo que se pintó en las cuevas prehistóricas fue un animal y fue también la sangre animal la que hizo de pigmento. Y aunque el animal estaba indefectiblemente separado del humano por el lenguaje o la cultura, los animales, con sus vidas paralelas, ofrecían una forma de compañía totalmente diferente a cualquiera que pueda aportar el intercambio humano. Los animales en su diferencia y en su similitud, explicaban el mundo, fundamentaban cosmogonías, mediaban entre los humanos y su origen. Los animales fueron el signo universal que las culturas utilizaron para describir la experiencia del mundo durante siglos. A diferencia de lo que hoy podríamos pensar, el antropomorfismo con el que los humanos se explicaban a los animales expresaba su proximidad.

Por eso, para que el oso de Moris pudiera ser enjaulado, amaestrado y luego observado, tuvo que producirse primero una ruptura en la relación viva y dualista propia de los humanos con los animales. Berger en “Por qué miramos a los animales” () señala que ésta sólo pudo suceder a partir de la ruptura teórica que comenzó Descartes con la escisión ontológica que hizo entre alma y cuerpo. De esta forma, Descartes internalizó en el humano el dualismo de la relación humano-animal. El animal que antes, en relación con el humano, tenía un carácter espiritual y otro material, quedó relegado a un mundo físico y mecánico. Luego, gracias a innumerables inventos productivos, las relaciones humano-animal quedaron desencantadas y los animales fueron totalmente marginados. Lo paradójico es que el proceso que permitió que el oso de Moris hiciera de objeto de entretenimiento en el circo, fue el mismo que posibilitó que los humanos se convirtieran en unidades aisladas de producción y consumo. Lo que aplicaba para los animales, aplicaba para la clase trabajadora: “vete a tu casa y cierra tu jaula”. La domesticación, en ambos casos, había sido consumada. Es tal vez por eso que el comportamiento artificial del oso cautivo de Moris puede explicarnos por qué los humanos están tan estresados en esos hermosos basureros que llamamos ciudades. Como sea, “conformate, me decía un tigre viejo”.

Paradójicamente, a la vez que los animales desaparecían para siempre de la vida de los humanos, éstos desarrollaban dispositivos desesperados para salvar el contacto o, aunque sea, la posibilidad de mirarlos. Y, sin embargo, los zoológicos, los safaris y los mismos animales de compañía son, según señala Berger (), el epitafio de la relación dualista humano-animal. En cada uno de ellos no encontramos más que el reflejo de nuestras técnicas y tecnologías, es decir, justamente de lo que nos separa de los animales. Lo que nos queda es la sensación de la pérdida de una naturaleza que, sin embargo, no es más que una invención moderna. Como el oso de Moris, que en una noche sin luna dejó la ciudad, pareciera que en cada safari fotográfico o en cada visita al zoológico lo que buscamos -y lo que se nos ha negado en la pérdida del contacto humano-animal- es el regreso a alguna inocencia perdida, a la tierra exótica que descubrió la colonización, lo cual, según Berger, envuelve quizás un deseo reprimido… Es que tal vez, “(...) nunca pude olvidarme de todo, de mis bosques, de mis tardes, ni de mi”.

 

Bibliografía

Berger, J. “Por qué miramos a los animales” en Mirar

 
 
 

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