Rogad a Dios por santos, mas no por tantos
- Ramiro Gogna
- 28 sept 2023
- 9 Min. de lectura
Ramiro Gogna

Conviene partir confesando, como recomienda un maestro polaco, la “propia inmadurez” para abordar los asuntos, y ganar así más soberanía y libertad en la expresión. Pido disculpas, de entrada, por ventuales fallas de exposición, pues no soy crítico literario ni profesor de literatura. Escribo como lector, no con la intención de ser original, sino para exteriorizar lo más claramente posible un cúmulo de experiencias que esta novela me ha suscitado.
Al contrario de lo que se cree, no vivimos en una época de imágenes sino en una época de estereotipos. Es necesario perforar el estereotipo para encontrar la imagen: la novela, como la pintura, hacen precisamente esto, restituir la imagen. La novela Yo San-Tucho (2023) de Marcos Rosenzwaig sugiere una imagen contra el estereotipo: un revolucionario es un santo.
Como los anarquistas a principios del siglo XX que describe Christian Ferrer, los partisanos de los años sesenta, representan una especie de monstruos para la imaginación política liberal. Si uno buscara la palabra “revolucionario” en Wikipedia, encontraría expresiones como sectas de conspiradores, referencias a la violencia como método, al jacobinismo criollo, a las ansias de pureza y a la conducta intransigente. Todos signos de una especie extinta.
Nuestra presente segrega un inconsciente político, un punto ciego, un centro silenciado que no admite ser pensado por la sociedad. Sin embargo, existen lenguajes que penetran en esas zonas fantasmagóricas. La literatura puede significar para una nación el lugar donde se plantean los interrogantes, y donde se hacen comprensibles los malestares y los enigmas de un momento. Cada autor elige qué enigma histórico transformar en novela. Yo San-Tucho cuenta la historia de un taxidriver obsesionado por descifrar el enigma de la muerte de Roberto Santucho, por restituir su cuerpo desaparecido.
López, que narra la historia en primera persona, es un lector, un autodidacta. La lectura es la infraestructura de una sociedad. Las personas leen y actúan. La historia de la literatura hace posible la historia a secas. No se trata de encontrar la historia en la literatura, sino de reconocer la ficción operando en el mundo.
Hace rato que se denuncia un peligro: información mata narración. Como enseñan los maestros, el arte narrativo es lo contrario de la explicación informativa. Digamos entonces que, aunque amenazadas por los noticieros y los animadores radiales y televisivos, las narraciones y los narradores pululan. En ese hormiguero, el taxista es un narrador del que todos hemos disfrutado o sufrido sus talentos. López es taxista y narrador; escribe cuadernos para que algún día lo lea su hijo. López lee: conoce al dedillo la vida de Roberto Santucho. Lee y actúa: quiere revelar el misterio de la muerte del partisano y encontrar el cuerpo.
La novela de Rosenzwaig trabaja sobre lo verosímil, sobre lo inverificable, mientras que la información explica. A diferencia del cuento (que narra lo que pasó), la novela relata lo que está pasando. Lo que le pasa a López suena en principio abrumador: vive en dos tiempos. Literalmente el pasado sigue actuando en el presente de López, que es médium, que es marxista y parapsicólogo, que conoce el horóscopo chino. Su mundo está como enriquecido por fantasmas.
López tiene la teoría de que “el pasado está escondido en el presente”. Y que por lo tanto podemos actuar en él. El 19 de julio de 1976 está ocurriendo en la puerta de alado. Están por matar a Robi Santucho y él quiere evitarlo. “Los muertos parten y vuelven, necesitan del contacto de los vivos”, rumea López que vive la experiencia del “vértigo de un purgatorio”. Cómo médium, López conoce el protocolo de los fantasmas: no hay que asustarse, hay que hablarles. Los muertos tienen “algo que decir” y “algo que pedir”, dice el aficionado en ciencias ocultas. Más adelante dirá “soy yo el que recibe los pensamientos, los afectos y todo lo que vos, Santucho, te privaste de decir estando vivo".
La vida de López transcurre en una extraña coexistencia de lugares, y de personas. “Yo soy Santucho”, repite una y otra vez. Aunque su cotidianeidad se parece en nada a una vida de santos, a una de esas existencias que sacrifica todo por los ideales. Una vida santa: todo lo opuesto de la vida de López que alguna vez disfrutó de las amistades, de la familia, del ascenso y del derrumbe social, de tranquilidad, de cierta previsión en la vejez. Las prácticas éticas del santo conectan la actualidad de la persona con el porvenir que se anuncia. En un diálogo entre el taxista y Santucho, éste le dice: “yo soy la revolución. Serlo es dejar de ser padre, marido y amante.” Modo de existencia exigida, el revolucionario: aspira hacer de sí mismo una prueba de la libertad por venir, una forma de existencia contra la dominación.
López lleva un tatuaje de Santucho en la espalda, es rata de fuego como el revolucionario. Vive en el edificio donde secuestraron a Santucho. Cuando se cruza con éste en el ascensor, el narrador describe una “presencia sedante”, “un anillo de oro levita alrededor de su cabeza y es lo que antecede a la tormenta".
Un revolucionario, en sentido estricto del término, es un santo. Un santo es un modo de existencia específico, que pone el ascetismo al servicio de otra cosa. Se gobierna a sí mismo, se somete a una serie de reglas como un redil interior desde donde avanza firme. Santucho como partisano, como alguien que lee y como persona de acción, está atravesado por una tensión. La obstinación por la lectura y no concilian automáticamente con la capacidad de la decisión estratégica, como ha señalado Piglia respecto de Guevara. Mientras más leía, más se tensaba la correa de transmisión con la vida práctica efectiva.
Estos santos camorreros, profanos, hacían de su propia vida una denuncia contra la falsa vida que promete la sociedad capitalista. La firmeza ética e irreductibilidad política fueron condiciones de su supervivencia. Existencia de una relación ardua con uno mismo. El partisano no propone a otro lo que no haga él mismo, y en esto reside su posibilidad de mandar.
Al presentar al revolucionario como santo, la novela restituye lo que tuvo de modelo moral atrayente de las energías rebeldes de una época. Tallado su cuerpo con prácticas exigentes (irreductibilidad de la conciencia, innegociabilidad de las convicciones, construcción de instituciones refractarias, despliegue de grupos de vanguardias, rituales de autoformación) expone la irrevocabilidad de los ideales revolucionarios, justifica la fuerza de aquello en lo que cree. Dice Santucho-López: “soy de los que cree en un poder fuerte y supremo, yo soy Santucho y he venido para vengarme”; o también “los estigmas perduran como los de Cristo, no me creo el mesías ni el santo redentor, pero tengo poderes".
Al taxista, como a nosotros, que no hemos tenido el coraje o la oportunidad de vivir los martirios del revolucionario, no nos queda más que reproducirlo imaginariamente (o en sueños, o en momentos de anacronismo, en interacciones parapsicológicas, o en la literatura).
Las fisonomías de López y Santucho no podían ser más disímiles, como siameses separados. Levantisco uno, paralizado el otro, un personaje como interrumpido en su potencia motriz. En cambio, un partisano vive entre grupúsculos fuera de la sociedad, dispuesto a afrontar todas las situaciones; siempre jugándose a muerte por una vida verdadera porvenir. Antes que contrapesos éticos políticos, la vida de López lleva los signos de un derrumbe emotivo y desconexión sensorio motriz. López duda. Duda de su existencia, duda si los otros reconocen que él es Santucho (“acaso no ven que yo también soy Santucho”), duda si está vivo (“nadie me percibe puede que yo esté muerto”). Incluso en un segundo intento de ajusticiar al grupo de tareas que estaba descabezando a la dirigencia del PRT-ERP: fracasa en el empeño de “modificar la historia.” Uno es la epopeya (viaje del héroe); el otro, grotesco (derrumbe de la voluntad). Pero en la novela el personaje que vive el desmoronamiento de la voluntad es el que narra el viaje del héroe que es también un modelo de buena muerte. (Es como si, de tanto anotar en el cuaderno, para que un día su hijo lo lea, López ya siente como un escritor de novelas, cuando dice: “y yo, impotente, sentado frente a mi máquina de escribir leo lo que está sucediendo, tengo la posibilidad de entrar en la historia").
El mártir no duda; el martirio es una conducta relativa a la verdad. Testimonio de las ideas por las que se está dispuesto a morir, intuición de que la vida actual es una especie de falsa, y que justamente por la muerte se puede acceder a la vida verdadera. La verdad del revolucionario, de la revolucionaria, permite afrontar los sufrimientos. De la partisana como mártir, de su propia conducta emana una verdad, que a los ojos de los otros es prueba de su fuerza. “La revolución es un animal engordado con sangre inocente; mi muerte es el provenir y el pasado”, dice Robi Santucho tirado ensangrentado sobre una camilla en campo de Mayo al taxista, López.
Al leer la novela Yo San-Tucho tuve una reminiscencia a los Diarios de Gombrowicz. Unos pasajes de finales de los años cincuenta, hacen una fisonomía del joven que todavía no es Robi, pero ya lo es. Es como si es polaco hubiera captado algo. Cuando todavía no era una realidad la estrategia armada, el escritor con mirada clínica ya anota unos “ojos de astuto soñador”, pero también ve un “soldado nato”, que “sirve para el fusil, las trincheras, el caballo.” Aparentemente este joven le quita importancia a todo lo que el escritor quiere traer a primer plano: el cuerpo, la frivolidad. Esto es curioso: el partisano pone el cuerpo, pero pone un cuerpo que ha tenido que ser construido como una figura moral, modelo autodepurado, hecha de lo que le falta: no somos ni putos ni faloperos, cantaban los compañeros. Todo lo que al antipoeta le interesaba, quedaba afuera: la inmadurez, la duda del cuerpo. Curiosamente la anticipación del futuro que el comportamiento del revolucionario implicaba, equivalía quitarle aristas al cuerpo, para exponer el cuerpo disciplinado hasta su destrucción.
Acaso al polaco le hubiera gustado este López, que no escatimaba noches ni prostitutas. El taxista y Santucho son existencias opuestas, y nuestras vidas se parecen más a la de López que a la de Santucho. El taxista es una figura singular en sus movimientos. En primer término, es un nómade urbano: se mueve sin moverse, se desplaza quieto. Pero en otro sentido más profundo, no puede hacer lo que dice que quiere hacer. Fracasa en ser activo. Tiene la oportunidad, está en el lugar y en la hora en que van a secuestrar a Santucho y no puede actuar. Duda. Santucho no duda; Santucho es lo contrario de la posición inerme frente al mundo, como es la posición de López. Hay en Santucho una voluntad de nada, mientras que en López nada de voluntad (que no es sin voluntad). Se mueve, pero todo se derrama en intriga y sueños. Intrigar, es decir, no dar el golpe.
El antipoeta registra en el Diario, hace sintomatología: como se sabe, leer un síntoma es cuestión de arte. Describe, más bien vaticina a Robi: “tranquilo como una vaca, dulce como una ciruela, con ambiciones de destruir y crear el mundo.” (Diario de Argentina)
Aunque se puteaban, el polaco no dejaba de reconocer que “con esta muchachada me hablo de tú: consiento que me digan lo que les viene en gana.” Para Santucho tenemos que crear una cultura original, que retomara las esencias indígenas olvidadas. Para Gombrowicz toda “moral es salvaje”, toda cultura implica un sistema de crueldad, tiene garfios asesinos. El polaco sospecha no sólo de los ideales, sino que está convencido de que nadie va a la revolución porque descubra un núcleo cultural propio enterrado en el pasado. En el prólogo de Ferdydurke anota un extraño paralelismo: “en Polonia como en Sudamérica todos prefieren lamentarse de su condición inferior, de menores y peores, en vez de aceptarla como nuevo punto de partida".
En los Diario Witoldo anota que en una ocasión Robi pide que le envíe la traducción castellana de Ferdydurke. No sin ironía Robi le dice que le parecen interesantes sus ideas sobre la inmadurez. Ferdydurke plantea una pregunta que no sabemos cómo resonó en el lector, futuro partisano: ¿no ves que tu madurez exterior es una ficción y que todo lo que podés expresar no corresponde a tu realidad íntima?. Nuestra vida íntima se parece a una yerba mala que crece en el submundo de las formas caducas y malogradas. Para Witoldo la cultura es el cruel sistema por el que “los hombres están obligados a ocultar la inmadurez, pues a la exteriorización sólo se presta lo que está maduro en nosotros.” En torno de la inmadurez se esconde un goce secreto de la humanidad, la diversión más dulce, pero también el dolor más terrible cuando nos vemos llevados a ocultarla.
Para terminar, en la tercera parte asistimos a un sueño de López. Aunque de hecho la novela no termina allí. Todavía hay otro giro de la historia que nos informa sobre la santidad de Santucho, pero dejo que lo descubran como lectores. Decía, al inicio de la tercera parte pasamos del purgatorio al infierno: el sueño siniestro o grotesco de López. El taxista busca el cuerpo de Santucho. Lo que parece un sótano se hunde en las profundidades de Campo de Mayo. Un personaje en eso que parece un descenso al submundo le dice “está asistiendo al sueño, al sueño de la república". Muñecos como cuerpos congelados giran colgados de ganchos de carnicería, en torno de un escenario que se parece a un parque de diversiones. Es el “Museo de la Lucha contra la Subversión”, aclara un personaje. Rondan figuras como muertosvivos: niños viejos que quieren subir a una calesita, donde el General les impide subir, está Bussi y los desaparecidos, está un Santucho niño, está el portero del edificio de Villa Martelli.
El sueño es una especie del relato, como el mito. Un mito es un cuento que todos conocemos y que nadie se cansa de oír. Acaso algo de mito tiene la vida de los revolucionarios: todos conocemos la historia y queremos seguir escuchándola. Un sueño, en cambio, ¿a quien le importa? ¿A quién le importa lo que sueña un taxista? Como cuento íntimo, secreto, nadie conoce más el sueño que el soñador. Pero el sueño de López es mito: se parece al sueño (a la pesadilla) de todos nosotros.
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